UN TREN INFINITO: DE NOUADHIBOU A ZOUÉRAT

P1070211R

     A pesar de que grandes extensiones de África resultan idóneas para la instalación de vías férreas, en general, por diversos motivos, el tren es un medio de transporte escaso en muchos países; incluso inexistente. Por ejemplo, cuando se quisieron establecer las comunicaciones por tren entre las principales zonas ricas del sur de Argelia y Níger, los tuareg se opusieron con violencia y, finalmente, el proyecto tuvo que ser suspendido. Hay líneas célebres entre los viajeros africanos, como aquella que conduce de Bamako a Dakar con una duración de treinta y tantas horas –aunque pueden ser más, dependiendo de varios factores y con diversas sorpresas en el trayecto, cuya información me reservo para que el lector las compruebe por sí mismo, si le apetece realmente descubrir la aventura- o la que recorre un interesante trayecto desde Addis Abeba a Djibuti, que resalta el contraste entre la pobreza y la riqueza de dos países tan próximos y tan diferentes.

     Pero una línea inolvidable, que además era la única que existía en Mauritania en aquel tiempo, es la que saca el mineral de Zouérat hasta transportarlo a Nouadhibou, para ser embarcado en su activo puerto y vendido en los lugares más idóneos. En realidad, es un tren de mercancías, pero ante la indiferencia de los responsables, se suele llenar de gente que se apila dentro de los vagones. En dirección Nouadhibou-Choum-Zouérat, la mayor parte del tren va vacía y esto es lo que aprovechan los ocasionales usuarios para llegar a lejanos lugares de la zona, bien para hacer pequeños intercambios comerciales, bien para visitar a familiares o con el único propósito de conocer otras partes del país. Nadie vigila el tren, nadie revisa, nadie cobra.

     Los viajeros más atrevidos, para evitar la incomodidad que suponen los vagones carentes de cualquier infraestructura para el transporte de personas, se suben a los vagones del tren. Pero lo más sorprendente de este ferrocarril, es su increíble longitud. Cuando aparece su cabecera, y después de varios minutos, resulta impresionante, en un terreno completamente llano, comprobar que estamos presenciando una línea de infinitos vagones que no nos permite contemplar ni el principio ni el final del ferrocarril. Si lo observamos de cerca cuando pasa, el ruido que hace y la imagen del movimiento nos puede atrapar, creando una sensación hasta cierto punto hipnótica. Me dijeron que poseía un número tan descomunal de vagones, que no me atrevo a repetirlo por temor a que se me tilde de exagerado o ingenuo. Es cierto que tiene fama de ser el tren más largo del mundo y diferentes fuentes aseguran que su longitud sobrepasa los dos kilómetros y medio de ininterrumpidos vagones.

     Y así es como me encuentro en un tren infinito, viajando por algún lugar perdido de este páramo, con la infinita paciencia de África. A pesar de que pasan las horas, la perezosa marcha del tren y el monótono paisaje, que apenas muestra diferencias entre un espacio y otro, me producen la sensación de que el tiempo se ha parado, percepción, por otro lado, tan frecuente en África. Hoy hay muy poca gente subida. Me ha resultado curioso que la comunicación habitual de los africanos en los medios de transporte, se ha invertido en este viaje. Normalmente, sobre todo en los autobuses, el grupo que se va a desplazar suele estar inactivo antes de comenzar la marcha; se acostumbran a una espera prolongada en un estado de pasividad observante. De vez en cuando, alguien sube y baja del autobús con calma y los viajeros sólo se comunican con pacientes miradas o con parcas palabras. Cuando el autobús arranca y se pone en camino hacia el destino, se produce una eclosión de actividad. La gente sonríe con energía, se comienzan a sacar diferentes alimentos que, además, se suelen ofrecer a las personas del entorno; los niños empiezan a ocupar otros asientos y se colocan seguros y reconfortados en los brazos de cualquier desconocido que les da cobijo… Es como si los viajeros hubieran despertado de una especie de letargo y se dispusieran a participar activamente en las incidencias del viaje. En el tren de Nouadhibou, he encontrado esa actividad antes de que comenzara la marcha.

     Al subirme, dos hombres que se encontraban ya en el vagón, se dispusieron a ayudarme. Me recibieron con júbilo, entre bromas y carcajadas. Cada uno se sentó distante. No queriendo importunar su espacio vital, me acomodé a una distancia proporcional a la que había entre ellos. Esa es una de las maneras que tengo de integrarme con los grupos que encuentro en África. No me cuesta demasiado porque lo hago de un modo impremeditado. Me trato de adaptar a las circunstancias que me rodean, sin sobrepasarme ni quedarme corto; pretendo ser uno más. Bastante separados, la conversación ha sido a voces, pero muy animada. Hemos esperado mucho tiempo. Ellos me han preguntado, como suele ser habitual, por mi procedencia. Cuando he respondido, han aludido a las grandes gestas futbolísticas de España y a algunas de las más destacadas figuras deportivas. Uno de mis compañeros sabe algunas palabras en español y me ha bromeado, con tono pícaro, cuando pronunciaba “chica” y “tetas”. Las ha aprendido de marineros que hablan nuestro idioma y que suelen frecuentar la zona. En Nouadhibou se encuentra un banco pesquero con una altísima densidad de peces, por lo que suele ser visitado por muchos navegantes de diversos países. Alguna vez nos hemos levantado, ofreciéndonos mutuamente dátiles, cacahuetes y agua. Y así, voceándonos, hemos pasado gran parte del tiempo. De vez en cuando, alguien desde el suelo preguntaba alguna cosa en árabe y entraban en una pequeña discusión, en el tono distendido pero enérgico que caracteriza a los mauritanos. Ellos son orgullosos y elegantes, y mantienen esta compostura incluso en circunstancias que procedería actuar de forma diferente. Como otros pueblos, algo que me fascina es observarlos, para deducir mis propias conclusiones, y tratar de adquirir algunas de sus claves culturales para la comunicación y para la integración con ellos.

     Cuando el tren arrancó, con su paso parsimonioso, la conversación se interrumpió bruscamente; es como si nos preparáramos a viajar. Mis contertulios retiraron su vista el uno del otro y se dispusieron, arrostrando el insondable horizonte, de espaldas al sol. Así permanecieron inmóviles y silentes en todo el trayecto, como si su capacidad de concentración hubiera sido devorada por el desierto, como si no estuvieran; me sentí una vez más real y definitivamente solo en África, aquella sensación tan especial que me acompaña cada vez que piso este continente. Y no dudé en imitarlos para que comprendieran que yo también tengo espíritu africano. Así pasé inciertas horas hasta llegar a mi destino final, en las perdidas arenas del desierto mauritano. Tiempo después, la maravillosa guedra que tuve ocasión de presenciar camino de Oudâne, una peculiar danza de amor, me recompenso con creces las penalidades sufridas en el trayecto. Y entonces comprendí por qué el destino me había conducido hasta allí.

Deja un comentario